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Cuando pienso en la navidad, evoco solamente pequeños momentos; dos o tres pincelazos con un saborcillo agridulce…. Mi papá llegaba en la tarde y luego se marchaba cerca de las seis (cuestiones de esposos separados). A las nueve, mi tía Pilar y el tío Víctor, mi primos favoritos y los infaltables regalos. A las diez, el tío Toñín se llevaba a la abuelita y a mi mamá.
Recuerdo la casa de la abuela, silenciosa y en penumbra; sonidos lejanos de cohetes y risas; la ventana desde la que me pasaba mirando un parque iluminado por su único poste; la emoción rara que me impedía dormir, imaginando que en las otras casas las navidades eran de alegría fotográfica, y que de algún modo, sentado en esa grada o asomándome a la ventana, yo también participaba de su felicidad… entonces imaginaba a mi papá, solitario en su mesa, tomando café y fumando sus ducales… y luego, en algún momento de la noche, mi hermana me mandaba a dormir.
Mi mejor navidad fue aquella en que me escapé detrás de mi papá. Lo seguí hasta que estuvimos lo suficientemente lejos como para no regresar a casa de la abuela. Ese 24 de diciembre estuvimos los dos juntos. Las calles del centro estaban repletas, no he podido quitarme esa imagen porque fue la primera vez que estuve en la calle tan tarde. Iba de la mano de mi viejo y mi pecho latía con fuerza. Nos compramos un regalo, una especie de ajedrez y jugamos hasta más de las dos de la mañana. Más tarde, mientras mi papá dormía, yo permanecía con los ojos abiertos, porque cuando uno es feliz se desea matar el tiempo a palos para que no nos duela la mañana.
Como se ve… en este punto no tengo muchas definiciones, solamente la compañía persistente de ciertos sabores indelebles…
Roberto Pável Jáuregui Zavaleta
Es innegable de que existe cierta clase de individuos, cuya vida y muerte están cubiertos de incertidumbre. Qué más da un Hitler o un Pinochet; son hombres de quien todo el mundo dice que han muerto cuando están vivos, y que están vivos cuando han muerto. Probablemente sea un efecto curioso de la Luna en conjunción con Marte; o talvez sea uno de los efectos secundarios del roce del poder, de su expresión más asesina, que los marca con el estigma de una biografía incierta y de una muerte esquiva…
Resulta claro que el nombre resume al hombre. En cierta forma, vamos adhiriéndole nuestros momentos, nuestras palabras, nuestros pasos. César hizo de su nombre un signo de majestad y autoridad al punto que se convirtió en sinónimo de poder. De allí se derivó la palabra Kaiser y Czar, títulos de los emperadores alemanes y rusos. Alejandro Magno, conocedor que otro Alejandro había mostrado cobardía en el combate, le instó a cambiarse de nombre o a comportarse a la altura del que llevaba (talvez una incipiente protección de la calidad de marcas).
Me pregunto ¿qué idea vendrá a la gente cuando dice mi nombre? ¿qué pensamientos evocarán quienes pronuncian el tuyo?
El liderazgo es un hecho inevitable; siembre tendremos líderes, por lo que, el punto crucial en este asunto no será tanto “encontrar” un líder, como “escoger” al mejor.
Hace años leí una comparación muy interesante que puede ilustrar esta idea. Alejandro Magno fue un líder asombroso, hijo del rey Filipo, tuvo por maestro a Aristóteles, conquistó un imperio que abarcaba Grecia, Asia, Egipto y la parte norte de India. Sin embargo, al morir, su imperio se deshizo. Jesucristo, en cambio, fue hijo de un carpintero, nunca fue a una escuela famosa, y creo que nunca fue a una, su ejército se limitó a doce hombres sin mayor educación, y su vida y muerte ha influenciado la historia humana como la de ningún otro hombre. Es interesante que ambos líderes murieran a la edad de 33 años.
La conclusión de la historia resulta evidente: hay quienes buscan ser líderes por amor al poder; y hay quienes buscan ser líderes por amor al prójimo. La moraleja tampoco queda oculta: hay quienes buscan líderes en quienes saben mandar; creo, es más sabio, buscar guías en aquellos que saben servir.
Roberto Pável
Jáuregui Zavaleta